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martes, 26 de noviembre de 2019

Bolivia y Alberto de Belaúnde, doctores en tumbas

Tomado de Diario Uno


En La Paz, una profanación de ataúdes se añadió a la lista de horrores a los que el gobierno golpista somete a los bolivianos.

Además de los homicidios, las violaciones, los saqueos y la persecución de ciudadanos contrarios al golpismo, los militares arremetieron contra una pacífica romería de gente que marchaba a enterrar a sus muertos. Como resultado, los ataúdes cayeron a la pista entre risotadas de la tropa y llantos de los deudos.

Ensañarse contra quienes descansan y no pueden defenderse es costumbre de abusivos y de cobardes. Además, desde la época en que, por dolor, por recuerdo y por esperanza de resurrección, la especie humana aprendió a enterrar a sus muertos, el respeto a quienes descansan forma parte de lo humano y de lo ético.

En la época de la Inquisición, el “santo” Tribunal condenaba a muerte a los muertos.

Vale decir que, si uno de sus prisioneros había escapado de la tortura perdiendo la vida, los sacerdotes untaban el cadáver y, con cañas y barro, lo convertían en una estatua destinada a ser quemada en la hoguera que se había instalado en la Plaza de Armas de Lima.

En el Cusco, las cabezas de los rebeldes eran instaladas sobre mástiles y se impedía que sus familiares les dieran sepultura.

En Argentina, es famoso el secuestro del cuerpo de Eva Perón, y también el robo de las manos de su marido. Aparte de esas supuestas motivaciones políticas, ha habido también secuestros de cadáveres a cambio de rescate por parte de ladrones animalescos o mutilaciones por cuenta de degenerados sexuales como los ingresaron en la tumba de Romy Schneider o los que robaron los órganos sexuales de Rasputín y de Napoleón.

Los países civilizados contemplan en sus leyes severos castigos contra esos atropellos.

En el Perú de nuestros días, lamentablemente tenemos que avergonzarnos de una ley manufacturada por el congreso fujimorista que permitió la profanación de cadáveres y de tumbas en un cementerio de la capital.


Como se recuerda, centenares de presos habían sido masacrados en los penales en la época de Alan García. Décadas después, los familiares recibieron los restos de algunos y se decidieron a darles cristiana sepultura.

Juntaron los ataúdes en una humilde construcción de adobe a la que pomposamente llamaron mausoleo.

A pesar de que los hechos se remontan hasta cuarenta años atrás y la guerra interna ocurrió en el siglo pasado, el congreso fujimorista decidió también dar muerte a los muertos, y dinamitar las tumbas. Ahora se sabe que esa ira enfermiza era solamente una máscara para disimular el escándalo de la corrupción cuyas revelaciones se dan día por día y la revelación de los delitos en los antecedentes de muchos miembros de esa banda política.

Un representante, que extrañamente no pertenece a sus filas, Alberto de Belaúnde, les ofreció el engendro legal que buscaban. Redactó una ley que permitiera la profanación, y juntos la hicieron aprobar por una mayoría que siempre nos avergonzará y será un baldón para la historia parlamentaria.

Los muertos fueron desenterrados y la construcción, destruida.

De Belaúnde, a quien muchos han comenzado a llamar “Doctor Tumbas”, se está lanzando como candidato del partido morado y sus credenciales son los derechos humanos. ¿Los muertos no los tienen? ¿No son humanos? ¿A qué humanos querrá representar el doctor Tumbas? No lo sabemos, pero de ninguna forma lo queremos en el Congreso quienes aspiramos a que el nuestro sea un país cristiano, civilizado, libre de sadismo y de toda perversión.

EDUARDO GONZÁLEZ VIAÑA

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